Por Roberto Aedo, el 02 de Febrero, 2018.
Ya cumplido o a tan sólo 2 años del supuesto umbral de ingreso al desarrollo vaticinado por Lagos, la imagen que el espejo nos devuelve es una muy distinta. Y no puede ser de otra manera.
El desarrollo (o “La eterna promesa…”)
Para alcanzar el tan mentado “desarrollo” (promesa que nuestra elite socio-económica y política viene haciéndole al país por lo menos desde el centenario), Chile debió haber realizado una transformación radical en su matriz productiva, que nos llevara desde una de tipo extractiva a una de tipo industrial, que diese una base sólida a la posterior economía especulativo-financiaera y, más abajo, de bienes y servicios. Dicho proceso quedó trunco, como tantas otras cosas entre nosotros, a poco andar, en 1891. Como se sabe, la correlación de fuerzas cedió entonces la principal materia prima del país, el salitre, al capital inglés, como más tarde lo haría con el cobre en favor del estadounidense, y a nadie debiese extrañar —aunque sí indignar— que algo parecido ocurriese pronto con el litio a los capitales chinos o al mejor postor. Y ello es clave: en Chile, la extracción minera ha representado siempre dos tercios de la economía nacional. Más abajo, después del mineral, viene todo lo demás: la extracción pesquera, maderera, frutícola, salmonífera; la compra-venta a gran escala, el retail y las cadenas de supermercados, los objetos de lujo. Sin embargo, sea cual sea el objeto de extracción o de compra-venta, en todos los casos, lo clave es que el valor agregado es escaso o nulo.
No obstante, más de alguien podría recordar aquí el sostenido crecimiento de la economía desde la segunda mitad de la década de los 80, la disminución sostenida de la pobreza o nuestro actual ingreso per capita de más de 20 mil dólares, todo lo cual nos coloca a la cabeza de Latinoamérica. Pero la imagen que nos devuelve el espejo hoy no es ésa: poco a poco se va tomando conciencia de lo que hay detrás de los focos, cuando éstos se apagan, nos quitamos el maquillaje y compartimos —o no— de verdad la cama.
Imagen país (o la diferencia entre la autoimagen y la realidad)
Detrás de las celebradas cifras macroeconómicas, encontramos un país que insiste en confundir desarrollo con crecimiento económico; aun cuando éste pueda ser —pues esto es discutible— condición necesaria mas no suficiente para aquél. Y todavía más: ese crecimiento económico encubre tasas de desigualdad que tienen muy pocos competidores a nivel mundial. Según datos de investigadores de la Fundación Sol como Gonzalo Durán y Marco Kremerman —que cruzan informaciones procedentes de diversas fuentes como el INE, el MDS o el FMI, entre otras—, en Chile, el 1% más rico captura entre el 30 y el 32% del PIB, mientras que el 0,1 captura el 18%, realidad que no se da en ningún otro país capitalista del mundo. Creo que nadie, ni el más chovinista de nuestros compatriotas, puede pretender seriamente que ello es el resultado del esfuerzo y/o la superioridad de las grandes fortunas-familias del país; en USA, donde sí hay emprendimiento, innovación y liderazgo capitalista que imprime valor agregado a la producción, el 1% más rico captura el 19% del PIB; todavía no he escuchado que, a pesar de los indicadores negativos que presenta la economía de dicha potencia desde finales de los noventa, nuestra clase rectora se considere superior a la estadounidense en la creación y acumulación de la riqueza, o que nuestros grandes empresarios se hagan la América tanto allá como acá, es decir, también en mercados verdaderamente grandes y mucho más competitivos.
Así, mientras tenemos que 1.800 familias tienen un ingreso mensual de 460 millones de pesos por persona, en un estudio de la Fundación Sol de marzo de 2017, vemos que si se toma la mediana (es decir, “el umbral máximo alcanzado por la mitad de los trabajadores”), los datos de la Casen 2015 nos muestran que ésta se encuentra en tan sólo 300 mil pesos líquidos mensuales; al segregar los datos, se calcula que el 53,2% de los trabajadores y las trabajadoras, más de la mitad de la fuerza de trabajo en Chile, gana menos de 300 mil pesos al mes, cifra que amumentaría sólo 461.951 por concepto de ingresos asociados a la ocupación principal; el 77,9 por ciento gana menos de 500 mil líquidos y sólo el 13,6 por ciento obtiene más de 700 mil. Esta realidad salarial se da en un contexto en que, según datos del INE, en 2016 la mitad de los trabajadores percibía 540 dólares o menos al mes, mientras que, de acuerdo con el Ministerio de Desarrollo Social, la línea de la pobreza para una familia de cuatro personas en Chile es de 620 dólares mensuales (unos 421.600 pesos con un dólar a 680); si se consideran sus ingresos autónomos, sin ayudas ni subsidios estatales, la pobreza sube de 11,7 a un 26,9%. La deuda que genera esta fragilidad estructural de la fuerza laboral en Chile no es una solución viable: según datos de la Universidad San Sebastián y Equifax, de una porblación nacional total de 18 millones, 11 millones están endeudadas/os y 4 millones de éstas/os no pueden pagar sus deudas. Todo ello puede darnos una clara imagen de para quiénes funciona realmente bien nuestra economía; sobre su gran concentración del ingreso, sobre qué tan escandalosamente mal está distribuida la riqueza.
Nuestra clase dominante es fundamentalmente rentista. A nivel internacional, la extracción de materias primas es lo que logró/logramos y/o les/nos fue asignado como país, el nivel más bajo en la división mundial del trabajo. A nivel nacional, en tanto, vive de la captura del Estado, haciendo sus leyes y/o controlando/presionando a quienes son elegidos para hacerlas: así, con el financiamiento de las inversiones y de los préstamos de la Banca (31 mil millones de dólares) con los ahorros obligados de —casi— todos los chilenos; así, con las prevendas pesqueras que dejan al mar de Chile como coto de caza de 7 grandes familias en la infame “Ley Longueira”; así, con las privatizaciones ilegítimas de empresas estatales como Soquimich o Endesa; así, con los subsidios a la Papelera y a las empresas madereras, y así con un largo etc. En este sentido, se entiende el que nuestra más reciente fractura histórica, en 1973, además de ciertas razones de macropolítica en el contexto de Guerra Fría, haya tenido que ver, a nivel interno, con recuperar y asegurar —primero a sangre y fuego, y más tarde por seducción/cooptación/incorporación— “las riendas del poder”, a través de retomar el aparato estatal, que proporciona control legal y policial-militar, con lo que además se busca dar legitimidad social a la plusvalía, naturalizándola.
La imagen que hoy nos devuelve el espejo, es la de una ciudadanía —un pueblo, un pequeño género humano— que muy lentamente comienza a despertar, rearticulándose luego de una gran derrota política y social, conversando, reuniéndose y saliendo a las calles. Más allá o acá de consignas, articulaciones discursivas y/o diferencias ideológicas, nos parece que las demandas de fondo de las personas tienen que ver concretamente con educación educación (pública y gratuita), com pensiones que permitan una subsistencia digna y acceso y calidad en la atención del sistema (público) de salud, detrás de todo lo cual está, por supuesto, la búsqueda de una auténtica seguridad social, desde una perspectiva de derechos humanos y universales, cuestión que en Chile todavía no existe y en lo que —desde la contrarrevolución, la reconversión capitalista o la instauración del neoliberalismo, según se prefiera— hemos avanzado, pero también retrocedido y de manera muy sensible.
Iniciación de actividades (o notas sobre algunas tareas actuales y futuras)
La elite socio-económica y política sabía que esto se venía, y ya en las candidaturas para las elecciones de 2006 —v.gr. Eyzaguirre, Alvear— se escuchaba hablar de “la necesidad de un nuevo pacto social”. Pero, por razones culturales, actúan —como la mayoría de nosotros no más— a menudo tarde, siempre reaccionando ante la emergencia; primero frente a las importantes movilizaciones de 2006 y 2011 por la toma de conciencia acerca de la crisis del sistema de educación, y ahora por las de 2016 y 2017, debido al descontento social por la crisis del sitema de pensiones. ¿Habrá que esperar lo mismo para cuando estalle una crisis en salud? Lo más probable es que sí; el panorama actual es que, como informó La Tercera en agosto de 2017, durante el primer semestre de este año las isapres, que se han quejado de los costos que ha traído la judicialización del conflicto con sus propios usuarios, debido a alzas unilaterales y difíciles de justificar en los planes de cobertura de salud —y en que las cortes han fallado en 74% a favor de los usuarios—, aumentaron sus ganancias en más de un 131% a 55.646 millones de pesos.
Porque, una y otra vez, a las promesas de “soluciones concretas a los problemas de la gente” o de “cambios estructurales”, se suceden vacíos legislativos que llenan fallos judiciales (en los casos de quienes tienen los tiempos y los medios para llevarlos a cabo), las “políticas públicas” mal diseñadas e implementadas, el triunfo del lobby empresarial, las desfiguraciones y diluyentes varios en el proceso legislativo —aún cuando se cuenta, como es el caso del actual gobierno, con mayoría política en ambas cámaras—, en fin, las “cocinas” con los representantes de “los mismos poderosos (comensales) de siempre”. Poco y nada: siendo realistas, creemos que más de lo mismo es lo único que puede esperarse del gatopardismo de las “grandes” coaliciones de “(centro)izquierda” y “(centro)derecha” y hasta de la mayoría de los partidos “jóvenes” recientemente asociados, que supuestamente pretenden ser una alternativa, instalándose en los puestos de privilegio de las cámaras, a la espera del ejecutivo, como presa mayor. Y es que no basta con las buenas intenciones de un par de dirigentes más o menos inteligentes, leídos y/o entusiastas, de uno que otro tecnócrata o intelectual que funja de asesor, porque la dinámica social de operación del capital, de sus realciones, de sus flujos y su acumulación, los/nos envuelve y supera en diversos grados.
Es sólo la presión de la movilización social por una parte y/o una futura hipotética toma de conciencia y sinceramiento a través de cambios personales profundos en la educación, lo que podría hacer que esta clase y ls que estamos abajo nos veamos realmente al espejo, al menos en parte, es decir, forzada por lo real —por miedo y/o sensibilización— a ir más allá de reformas que parecen a algunos hasta por contexto importantes, pero que en realidad son meramente cosméticas. Así, por ejemplo, sobre el famoso “pilar solidadrio” de 93 mil pesos —muy por debajo incluso del sueldo mínimo, que ya es insuficiente—, aunque está lejos de asegurar una subsistencia digna mínima y una vida con un ingreso parecido al de la vida activa, esto es, de ser una pensión, se insiste con fría lógica, que sólo desde ese punto de vista es correcta, en que es “mejor que nada”. Pero, como indica Manuel Riesco del CENDA, lo que no se nos dice es que representan una transferencia regresiva de riqueza, además de un subsidio estatal encubierto a la ineficacia del sistema de AFP, que representa para sus dueños un tremendo negocio con un 26% de rentabilidad anual sobre el patrimonio, ganen o pierdan los fondos de los “afiliados”, apoderándose de 1 de cada 4 pesos, y en el que de cada 100 pesos que ellas pagan, 56 vienen del Estado, es decir, de los mismos cotizantes, pero por vía de impuestos (y ya sabemos lo regresivo que es el IVA de un 19%, por lo que signfica en relación al total de ingresos de los menos favorecidos por la manera en que hemos elegido llevar nuestra economía).
Y es que si queremos hablar de un verdadero sistema de seguridad social como política de derechos humanos universales, de lo que se trata es de expulsar la actividad hegemónica del capital de ciertas áreas sensibles de la vida social; llegar a un amplio acuerdo, en que se fuerce al conjunto de la clase dirigente, por presión popular, a que en esas áreas básicas —salud, educación, previsión y vivienda, vistas como derechos y no como bienes de consumo— no debe primar el mercado.
Y ello no porque lo diga fulano, sutano o mengano, sino debido a su importancia fundamental y a los pésimos resultados que ha tenido éste en aquéllas: en un país donde los salarios son tan bajos y el empleo tan precario, no es viable una educación de las más caras del mundo (que, por cierto, también está muy lejos de ser de las mejores), en donde el 84% de la población de todas las edades no entiende lo que lee y que está principalmente destinada a constituir un buen negocio, formando un “capital humano” de analfabetos funcionales como fuerza de trabajo barata y desorganizada para el mercado laboral; tampoco un sistema de salud honeroso, centrado en el tratamiento curativo y no en la prevención, que discrimina fuertemente por género y condena por clase a muchos enfermos al malestar y a la muerte por incapacidad de pago, que empobrece la salud pública, a través del subsidio al gran negocio de la salud privada (así por ejemplo, entre 2005 y 2011 se trasfirieron más de 2 millones y medio de dólares) y en el que las isapres se integran con laboratorios y clínicas; tampoco un sistema de pensiones de capitalización individual que entrega pensiones miserables (cuya media es de 220 mil y donde el 90% tiene pensiones de vejez bajo 156 mil), que discrimina a las mujeres (que a igual salario reciben un tercio menos de pensión), que privatiza las utilidades y socializa las pérdidas (aun cuando durante el año 2008 las AFP llegaron a perder el 40% de los fondos, estas siguieron percibiendo millonarias rentabilidades), que prescinde del principio de solidaridad y que, para entregar buenas pensiones, supone una realidad laboral (buenos sueldos, empleo estable) que en Chile simplemente casi no existe y que todavía está muy lejos de ser.
A propósito de este “casi”, un botón de muestra cercano: luego de 42 años de trabajo, con cotización estable y sin lagunas previsionales, mi padre jubiló con una tasa de reemplazo cercana al 40% de su último sueldo y, apenas lo hizo, la isapre le subió los costos de su plan, lo que en la práctica, lo obligará a cambiarse a Fonasa. Mi madre, en cambio, no se cambió al sistema de AFP, por lo que luego de 40 años de trabajo y cotización estable en el sistema antiguo, a pesar de ganar menos que mi padre, hoy recibe una pensión que es casi el doble de la de él.
Casos como el de mis padres no debieran sorprender a nadie. Debemos comprender que este sistema se hizo para que los grandes grupos económicos y las administradoras pudieran obtener altas rentabilidades y no para pagar pensiones dignas a las chilenas y chilenos. Asimismo, demos comprender que, más allá de los discursos de los ex-superintendentes del área o de tal o cual subsecretario o político, intelectual más o menos orgánico o experto (economistas, ingenieros, abogados) al uso, si se mantiene este sistema de pensiones —pionero en el mundo y que hoy comparten sólo 9 países, falsamente “mixto” y donde casi no aportan los empleadores— de todas maneras, sí o sí, contra viento y marea, y si al pedido de “No + AFP” el gobierno responde hoy precisamente con “Más AFP”, es porque de él depende buena parte de la dinámica capitalista en Chile, en la medida en que es la gran fuente de financimiento a costo cero de estos grandes grupos y su sistema financiero. En una sociedad de bajos salarios como la nuestra, el consumo se sostiene con deuda (según el FMI, en 2016 la deuda de la población equivalía a 42% del PIB concentrada en 11 millones de chilenas y chilenos), y la liquidez para los préstamos —con altas tasas de interés— proviene precisamente de este gran fondo de ahorro individual forzoso, con el que el trabajo asalariado aporta liquidez al capital, impuesto en el año 81 por la ideología de mercado de la dictadura cívico-militar y defendido hoy, “paradójicamente”, por los defensores de las “libertades individuales”; las de los dueños de las AFP, de los Bancos, del gran empresariado, claro. Todos los países capitalistas desarrollados de la OCDE (U.S.A., Alemania, Japón, etc.) tienen sistemas de reparto modernizados o mixtos, con énfasis en el aspecto solidario.
Acordar y lograr un verdadero sistema de seguridad social, bajo una lógica de derechos universales, sacando al mercado capitalista (cuya lógica de incentivo no es otra que la del enriquecimiento individual de muy pocos en Chile) de zonas fundamentales de la vida social (salud, educación, previsión y vivienda), replanteándonos a su vez qué es o, al menos, qué creemos que es o queremos que signifique educar, sanar, dar pensiones, construir viviendas y para qué, de verdad, es que queremos hacerlo (junto con el respeto y la protección del medio ambiente, en relación estrecha a desafíos actuales y futuros como el cambio de nuestra matriz productiva y/o energética), son algunas de las tareas que podemos y debemos plantearnos ahora mismo como país, si no queremos que siga mediando esta distancia —criminal— entre nuestra autoimagen proyectada sobre el espejo y la deformada —no sólo invertida— que, como el retorno de lo reprimido, éste insiste en devolvernos cada cierto tiempo, tenazmente y por la fuerza de los hechos, una y otra vez.
Grandes cambios se perfilan para la vida colectiva de la especie. Por una parte, los avances en la robótica y en la nanotecnología anuncian cambios civilizatorios —no sólo relativos al empleo— en un horizonte hacia el que cada vez nos movemos más rápido. Por otra, aunque todavía de forma muy incipiente, confusa y lenta, se toma progresiva conciencia de que crecimiento económico no significa lo mismo que desarrollo, que crecimiento económico —incluso ahí donde la distribución de la riqueza no es tan mala como la nuestra o por el contrario es muy buena, como en Suecia o Japón— es en cierta medida una condición necesaria más no suficiente para alcanzar el bienestar social, y es que no sólo de pan viven el hombre y la mujer… pero estamos lejos, muy lejos de una sociedad con una matriz productiva de futuro, que haga uso de energías limpias y renovables y, aún más lejos, de una sociedad en donde cada una/o y como conjunto escojamos y podamos priorizar lo interno, y no sólo “luchemos” y/o nos organicemos y movilicemos por mejores condiciones materiales… todo ello nos resulta aún como de género utópico y/o de ciencia ficción.
Y sin embargo, “todos los edificios, todos los autos, fueron alguna vez sólo un sueño en la cabeza de alguien”, y ahí también están los submarinos de Verne...
Poeta, ensayista y docente universitario. Magíster en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chile, y, actualmente, estudiante del Programa de Doctorado en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chile.
2017